martes, 18 de diciembre de 2007

Hijos e hijas sin manual de Instrucciones ( III ). Actos y consecuencias.

Los actos conllevan consecuencias; punto uno. Los responsables de las consecuencias que ocasionan los actos son, única y exclusivamente, sus autores; punto 2. Fácil. Más que la tabla del uno, como dice mi amigo Torres ¿o no?.

Pues no tanto. Fácil en apariencia, porque diariamente vemos a personas responsabilizadas de las consecuencias que acarrearon actos realizados por otros. Mira a tu alrededor. Y esto, adquiere tintes peligrosos cuando, como en justicia, se convierte en derecho consuetudinario; es decir, cuando el uso y la costumbre lo convierten en ley, en derecho.

En la educación de nuestros menores no podemos obviar la dicotomía acto - responsabilidad, ni para bien ni para mal. Ni para actos bueno, ni para malas artes. E independientemente, incluso, de la voluntariedad del mismo. Sí sí, independientemente incluso de la voluntariedad del mismo. Desde pequeños nuestros infantes deben entender que sus actos traen aparejadas consecuencias y que estas son mucho más importantes cuando interfieren o afectan a la vida de otra persona. Lo que puede parecer insignificante para nuestra visión adulta puede sin embargo ser importante desde el prisma infantil.

Pongamos un ejemplo sencillo y cotidiano: mi hijo con 3 años rompe un juguete al hijo de unos amigos. Yo como padre, apurado por la situación doy un cate a mi hijo y en cuanto puedo compró otro juguete igual al niño.

¿Qué entiende mi niño? Uno y principal: que ahí está mi padre para pagar las consecuencias de mis actos. Dos, que un juguete roto vale un cate, de dolor físico pasajero y dolor moral dependiente de las veces que lo haya recibido (esto ya lo explicaremos en el siguiente punto de castigos y premios). Entonces, ¿qué se podría haber hecho? En mi opinión, buscar cualquier fórmula para que mi niño, y solo mi niño, sea el responsable y asuma las consecuencias de su acto. Buscarla y aplicarla. Y aplicarla aunque mi niño llore. Y aplicarla aunque mi niño se enfade. Y aplicarla aunque mi niño patalee. ¡¡Y aplicarla aunque mi niño diga que no!!. Aplicarla porque soy su padre. Porque soy su padre y yo pongo los límites. Aplicarla aunque provoque un conflicto con mi hijo. Aplicarla aunque parezca que mi hijo me odia porque le obligo. Si es suficientemente mayor para romper un juguete lo es también para acarrear con las consecuencias. Las prácticas educativas lastimeras con críos o el parapeto de la edad para salvarlos de cualquier situación problemática hacen más daño del que creemos a nuestros niños. En la situación del ejemplo podríamos, entre otras opciones, haberle dado a elegir al otro niño un juguete de nuestro hijo, entre unos cuantos similares al roto, sin menoscabo de la imposición del castigo correspondiente por su mala conducta. Porque si un médico da una puñalada a otro y luego lo opera y le salva la vida... además de dejarlo como estaba merece su castigo, ¿no?. Pues además de devolverle el juguete mi hijo también merece su castigo. No porque sea malo, sino porque ha obrado mal en un momento puntual.

Un acto trae una consecuencia. Una consecuencia que asume el responsable. Un responsable que acata las normas establecidas por la autoridad pertinente (en caso de niños, los padres). Cuando somos niños nos encontramos en un periodo de heteronomía moral, porque son otros los que nos ponen las normas. Aún no somos lo suficientemente maduros como para autorregular nuestro comportamiento. Algo está bien o está mal porque mis padres me lo dicen, porque si lo hago mis padres (o mi maestro) se enfadan. Este periodo da paso a un periodo de autonomía moral, de autorregulación conductual. Es un periodo en el que nos regulamos nosotros mismo. No lo hago porque sé que no debo hacerlo, porque sé que puede traer consecuencias negativas para terceras personas. No lo hago porque no me conviene a mí mismo. No lo hago porque sé que está mal. O sí lo hago porque está bien que lo haga. Yo me regulo porque moralmente he dado el salto desde el periodo de heteronomía moral a la autonomía moral. Él éxito de mis decisiones morales en este segundo periodo dependerá de cómo de coherentes y responsables hayan sido los límites impuestos en el periodo anterior y de la firmeza en su respeto. No obstante, para alcanzar esta autonomía moral también es muy influyente el grupo de iguales, los amigos del niño, ya que en esas relaciones no jerárquicas, de igual a igual, se empiezan a forjar las primeras conductas autónomas, aunque esto es mucha tela ya para el punto de hoy.

En definitiva, que todo esto que aquí cuento desordenamente ya lo dijo el filósofo E. Kant (así se llamaba mi periquito... es que me lo regalaron durante una clase de filosofía de COU con Kant de testigo privilegiado - por cierto se escapó la primera noche por el hueco de la comida de la jaula). Pero el filósofo establecía ciertas e importantes diferencias. Principalmente hablaba de conducta humana en general, no de conductas infantiles. Así la heteronomía moral no era exclusiva de la infancia sino que aparecía cuando los límites eran impuestos también por otro tipo de autoridades como la religión (no hago esto porque es pecado) o las leyes (no hago esto porque es delito y me meten en la cárcel: buen ejemplo ahora con el alcohol y el volante... ¿no bebes y conduces porque te puede caer un puro o porque creer que no debes hacerlo?). La verdad es que no sé quién aplicó estos conocimientos a Psicología Evolutiva y/o Psicopedagogía. ¿Sería Jean Piaget? Me suena que sí...

Por cierto, que olvidaba comentar que los periodos referidos no son estancos. Que no me acuesto un día siendo heterónomo y me levanto al siguiente siendo autónomo. Que los autónomos algunas veces (más de cuatro veces) actúan de una forma concreta por imposición más que por convicción.


¡¡Ostias... me he vuelto a colar!!
18 de diciembre de 2007


jueves, 13 de diciembre de 2007

Hijos e hijas sin manual de instrucciónes ( II ). Conflicto y límites: imprescindibles.

Antes de tomar la autovía paramos en una gran tienda de deportes para comprar una cometa. Era roja, grande y chula.

- Ya verás lo bien que lo vamos a pasar volando nuestra gran cometa roja- le dije flipando a mi padre después de que pagara en caja.

- Sí que es verdad -me respondió rascándome la cabeza como si me picara-; pero antes tenemos que buscarle un nombre, para que nadie pueda decir que tiene una cometa igual que la nuestra, aunque la haya comprado en la misma tienda.

A mi la idea me pareció estupenda, así que me puse a pensar en un nombre chulo para mi cometa chula. Y pensando en nombres chulos para mi cometa chula se me pasó el camino en un plis - plas y antes de darme cuenta llegamos a la playa. Cuando descargamos el coche y plantamos nuestro fuerte en la arena era aún temprano y la playa estaba casi desierta. Mi padre sacó la cometa de su caja y corrimos a volar nuestra cometa. Qué raro, pensé, se le debe haber olvidado lo del nombre. Me callé, porque no se me había ocurrido nada que me gustara y fui corriendo tras él para volar mi gran cometa roja. Lo intentamos varias veces, pero no podíamos. Hacía demasiado viento y nuestra cometa no volaba. Incluso estuvo a punto de partirse, así que lo dimos por imposible y fuimos a dar un paseo antes de pegarnos un gran chapuzón.

Por la tarde, después de comer, cuando parecía que el viento empezaba a irse, estuvimos probando de nuevo nuestra gran cometa roja. El viento estaba suave, casi calmado. Era estupendo, era justo lo que necesitábamos para volar nuestra cometa roja y chula. Cogí los mandos, solté hilo y corrí para levantarla, pero no me salía. Mi padre me dijo que mi problema era que soltaba muy poco hilo y la cometa no tomaba la altura necesaria para volar y mostrarse esplendorosa, como ella era. Entonces me la pidió y se puso manos a la obra. Para no caer en el mismo error que yo soltó todo el hilo posible y la cometa, aunque voló unos instantes, pronto cayó al suelo como derrotada, cansada... Entonces apareció aquel extraño, con sombrero gris, barba blanca, gafas oscuras y camisa abierta. Con mirada callada, serio, con la firmeza de los extraños de barba blanca, le quitó los mandos suavemente de las manos a mi padre. Volvió a recoger todo el hilo en la empuñadura y empezó a soltarlo y recogerlo, alternativamente, según le pedía el viento, el momento, el vuelo... Mi padre y yo no sabíamos si mirar al extraño, la cometa o sus manos para intentar aprender esos expertos movimientos. Cuando el hombre marchó, el viento desapareció con él y ya, aquel día, no pudimos volver a intentar volar nuestra gran cometa roja y chula.

- Ya sé porque no hemos podido volarla, papá.

- ¿Por qué?

- "Po mu fácil", porque no le hemos puesto nombre.


Pues sí. Volar una cometa puede parecerse a educar a nuestros menores. Si sustituimos viento por conflicto podemos apreciar la necesidad y conveniencia del conflicto en educación. Mis intereses como padre/madre no siempre serán los mismos que los de mis hijos. Ellos constantemente nos pondrán a prueba, probarán nuestra paciencia, nuestros límites e intentarán descubrir qué necesitan para hacernos estallar, qué pueden hacer y qué no, hasta dónde pueden llegar. Así el conflicto, como el viento, será un elemento imprescindible, aunque en su justa medida. Demasiado conflicto creará un ambiente de tensión gratuito y nada propicio. Sin conflicto mi hijo deambulará felizmente por su infancia, sin agobios, sin problemas, sin penas... sin siembras, sin riegos, sin recogidas.

Pero no solo influye el viento. La longitud de hilo también marca el éxito en el vuelo de la cometa. Longitud entendida en clave educativa como los límites marcados por los padres en la educación de los hijos. Unos límites que deberán ser razonados y coherentes, ya que imponiendo autoritariamente límites inexplicables y excesivos coartaremos al menor impidiéndole que se muestre esplendoroso, que exprima todas sus cualidades, que vuele cual cometa roja, grande y chula. Por el contrario, con demasiado hilo, sin límites, invitaríamos a nuestro hijo a la "burbuja de la felicidad" tan bonita y apacible como frágil. Sería como comprarle todas las papeletas para el sorteo de un viaje al país de la delincuencia. Lugar donde no se respetan los límites... (si nunca los he tenido, quién eres tú para decirme qué puedo y qué no puedo hacer). Felicidad superficial y aparente en la infancia. Apariencia peligrosa. Peligrosa apariencia. Libertad frente a libertinaje. Se trata, para cerrar el tema, no solo de poner límites coherentes y razonables, incluso "negociados" (¡qué peligro tiene esto!), sino de hacer todo lo posible porque estos se cumplan para demostrar a nuestros menores, segundo punto importante de estas "instrucciones para padres", que nuestros actos traen consecuencias.


¡Vaya si "me colao"!
"Que un niño es una cometa,
que hay que aguantarle el hilo".

13 de diciembre de 2007